martes, 30 de septiembre de 2014

Ex Oriente Lux


por Juan Manuel de Prada

El escritor español Juan Manuel de Prada nos habla acerca del paralelismo entre Rusia y España. La parte final nos hace pensar que España ha hecho, como nación, el camino inverso al que recorrió san Pablo

UNA primera y fugaz visita a Rusia me permite vislumbrar algo que otros muchos viajeros que pasaron largas temporadas en estas tierras han repetido: las similitudes de carácter y mentalidad que existen entre rusos y españoles, salvadas las naturales distinciones derivadas de su muy diversa procedencia. En efecto, rusos y españoles (cada uno a nuestra manera) somos desmesurados y caóticos, vehementes e indisciplinados, poco amigos de normas, efusivos hasta la sangre o las lágrimas, santos y bárbaros a un tiempo. La careta soviética ha podido esconder estos rasgos de la personalidad rusa, ensuciándola de un automatismo huraño, del mismo modo que la careta europeísta a pique está de convertir al español en una suerte de congrio hervido. Pero mi corazón espera, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera.

Analizando su papel en la Historia, las similitudes entre españoles y rusos se confirman. Ambos pueblos se configuran en la lucha contra los infieles que ponen a prueba su fe (los españoles contra los moros, los rusos contra los tártaros), de cuyo yugo se liberan casi al mismo tiempo. Inmediatamente, españoles y rusos acatan su designio antieuropeísta, resistiendo como dos bastiones formidables los embates del pudridero europeo y repeliendo sucesivamente cada una de sus rupturas, que se inician con la ruptura religiosa de Lutero y alcanzan su apogeo en la era de las revoluciones. Lo mismo Rusia que España repelerán la lepra protestante que se adueña del resto de Europa; y lo mismo España que Rusia combatirán (y derrotarán) al ejército napoleónico. Entre medias, ni Rusia ni España se conformarán con convertirse en «naciones»: enseguida dirigirán la mirada hacia fuera de sus fronteras, en un anhelo cuyo impulso primordial es difundir la fe. Este anhelo ecuménico será poco a poco, a lo largo del siglo XIX, envenenado por el virus revolucionario, que a la vez que carcome la religiosidad de españoles y rusos y desmigaja su imperio, los empuja a la guerra civil.

Y aquí es donde nos tropezamos con la más estremecedora similitud. Españoles y rusos somos por naturaleza enemigos de Europa, cuyo veneno hemos tratado de repeler durante siglos; y cuando por fin nos rendimos a ese veneno, no lo hacemos al modo pacífico de las naciones de chichinabo que integran el pudridero europeo, sino –como señala Dostoievsky– vengándonos, en un vendaval de furia, porque esa rendición nos obliga a contrariar nuestra naturaleza. Es lo que ocurrió en la revolución bolchevique en Rusia, y lo que ocurrió en nuestra guerra del 36. Cuando a los pueblos religiosos se les obliga a renegar de su fe, no se hacen tibios descreídos o modernistas delicuescentes, sino ateos rabiosos y nihilistas que se revuelven contra Dios, locos satanizados que prenden fuego a las iglesias, hienas que no se conforman con abolir lo antiguo para entronizar lo nuevo (como haría el liberal morigeradito), sino que lo inmolan todo en los altares del desorden, del caos… de la nada. Y es que, en efecto, lo que sigue a esta rebeldía contra Dios es la nada, la inanidad de las almas calcinadas y condenadas a la irrelevancia. Rusia ha logrado salir de esta inanidad en los últimos años, recuperando su dignidad; España, por desgracia, sigue inmersa en ella.

En Los demonios, Dostoievsky llegó a escribir: «Creo que el retorno de Cristo tendrá lugar en Rusia». Y los signos de devoción que he visto en estos días me hacen pensar que esta profecía podría estar empezando a cumplirse. Hoy, que por primera vez asistiré a una liturgia ortodoxa, rezaré para que ese retorno se produzca también en mi patria, antaño brava y hoy extenuada, convertida en lacaya de intereses extranjeros.

Imagen de la decadente y apóstata España de los días actuales. Ni punto de comparación con la sensata Rusia de hoy en día. 










TOMADO DE: ABC.es

lunes, 29 de septiembre de 2014

Envidia

por Juan Manuel de Prada

Presentamos, en una sola entrada, dos interesantes artículos del escritor Juan Manuel de Prada sobre la envidia. Especialmente interesante nos parece la reflexión que hace acerca del vínculo entre envidia y democracia.

I

Cervantes, que no solía equivocarse nunca, se equivoca sin embargo en el prólogo de la segunda parte del Quijote, cuando afirma que hay dos envidias; y que, junto a la envidia ruin, hay otra envidia «santa, noble y bienintencionada» (lo que hoy, popularmente, llamamos 'sana envidia'). Pero una palabra no puede significar una cosa y la contraria; y lo que Cervantes llama 'envidia santa' es la admiración y el deseo de emular a quien percibimos como superior. Esta virtud (por lo demás tan infrecuente), que permite reconocer las prendas del prójimo y que aspira a imitarlas, es nobleza de espíritu y nada tiene que ver con la envidia, que es tristeza del bien ajeno, tal vez la pasión más innoble y vil que pueda albergar el ser humano, incluso en sus versiones más mitigadas, cuando más que tristeza del bien ajeno es aflicción de la desdicha propia. Pues aun entonces esta versión mitigada de la envidia tiende, antes o después, a gotear sobre la otra y a mezclarse con ella.

La envidia, escribió Quevedo, es flaca «porque muerde pero no come»; y Calderón nos recuerda que «en los extremos del hado / no hay hombre tan desdichado / que no tenga un envidioso, / ni hay hombre tan virtuoso / que no tenga un envidiado». De donde se desprende que la envidia es pecado universal que a todos nos afecta y a todos nos destruye con su insomne mordisco roedor; y que, a la vez que nos atormenta, nos hace estériles. Siempre se ha dicho que la envidia es el pecado por antonomasia de los españoles; en lo que volvería a probarse que el pueblo español sigue siendo muy religioso (aunque su religiosidad esté vuelta del revés), porque la envidia es el pecado teológico por excelencia, ya que en su raíz se halla una rebelión frente a Dios, que repartió desigualmente los dones entre los hombres, haciéndolos a unos guapos y haciéndonos a otros feos. Cosa que el igualitarismo contemporáneo no puede soportar, según se explica en aquellos versos impagables que aprendí de Castellani: «¡Igualdad!, oigo gritar / al jorobado Fontova. / Y me pongo a preguntar: / ¿Querrá verse sin joroba / o nos querrá jorobar?».

Unamuno decía que la envidia era «íntima gangrena del alma española», «fermento de nuestra vida social» y «lepra nacional», elaborando en torno a la envidia un ensayo sobre el carácter español. Muchos extranjeros repararon en esta lacra que nos empuja a los españoles a destruirnos los unos a los otros; así, por ejemplo, John Stuart Mill escribe en Consideraciones sobre el gobierno este juicio tan certero como demoledor: «Los españoles persiguen con saña a todos sus grandes hombres, les amargan la existencia y, generalmente, logran detener pronto sus triunfos». Y es que, en efecto, los españoles (y sospecho que también los vástagos del tronco hispánico) tendemos a afligirnos de las dichas ajenas, tendemos rencorosamente a despreciar todo aquello que no podemos alcanzar, tendemos a negar y eliminar todo lo que destaca por sus méritos y bondades, en un empeño lastimoso (y vano) por hallar consuelo en nuestra mediocridad, nivelando por abajo, haciendo tabla rasa del talento, denostando y ensuciando todo lo que nos parece superior, hasta igualarlo con lo que es inferior.

Además, la envidia española tiene la característica peculiar de no estar generalmente ligada a la mera codicia, como ocurre en la envidia más elemental y primaria, que tiende a pensar que la posesión de un bien por parte del prójimo nos impide disfrutarlo a nosotros. Frente a esta envidia elemental, la envidia española (subrayando su naturaleza 'espiritual') se entrevera de un orgullo que se resiste a reconocerse inferior a nadie (aunque íntimamente se sepa inferior, o sobre todo cuando se sabe inferior) y no soporta reconocer la superioridad del prójimo. Este orgullo acérrimo e inexpugnable provoca en el español un disgusto o malestar espiritual que acaba degenerando en resentimiento y amargura, hasta anegarlo de una envidia 'existencial' que no nace de lo que el prójimo posee o disfruta, sino de lo que el prójimo es. Y el dolor que provoca esta envidia 'existencial' no se cura despojando al prójimo, sino rebajándolo, difamándolo, humillándolo, calumniándolo, arrastrándolo por el fango; y, a la vez, enalteciendo, exaltando, entronizando al que es mediocre, con la condición de que lo sea al menos tanto como nosotros.
Naturalmente, una pasión tan innoble y a la vez universal (sin consuelo posible, además, si no viene de arriba) tenía que ser aprovechada políticamente. De esto hablaremos en nuestra próxima entrega.--...

II

A simple vista, una pasión tan universal e innoble como la envidia haría ingobernable cualquier sociedad. En efecto, la envidia, que amarga y destruye tanto a quien la sufre como a quien la suscita, envenena la vida social y genera insolidaridad e individualismo, así como aversión hacia quienes se perciben como superiores, instaurando el reinado de la mediocridad. Todos los regímenes políticos se han tropezado con la cizaña insalvable de la envidia; y con ella han tenido que bregar, tratando de impedir que se extendiese su torva carcoma. Max Scheler, gran estudioso de la envidia, señala que solo hay dos modelos políticos que lograrían atemperar (ya que no reprimir del todo) sus efectos deletéreos: una democracia social, acaso quimérica, que propiciase una solidaridad perfecta entre sus miembros; y una organización jerárquica muy rigurosamente articulada. En cambio, afirma que la sociedad que favorece más la envidia es aquella en que «los derechos políticos y la igualdad social, públicamente reconocidos, coexisten con diferencias muy notables en el poder efectivo y en la riqueza efectiva; una sociedad en que cualquiera tiene 'derecho' a compararse con cualquiera y, sin embargo, no puede compararse de hecho».

¿Acaso no está refiriéndose Scheler, exactamente, a la sociedad en la que vivimos? No es el filósofo alemán el único que ha establecido este vínculo entre envidia y democracia. Así, por ejemplo, Nicolás Gómez Dávila escribió que «en las democracias, donde el igualitarismo impide que la admiración sane la herida que la superioridad ajena saja en nuestras almas, la envidia prolifera». Unamuno afirmaba, por su parte, que, cuando la envidia «su hiel en muchedumbre vacía / de gratitud al llamamiento sorda / suele dejarla y la convierte en horda, / que ella es la madre de la democracia». Bertrand Russell consideraba que las teorías políticas «son siempre el disfraz de la pasión, y la pasión que ha reforzado las teorías democráticas es indiscutiblemente la envidia». Y, para no seguir aburriendo al lector con la coincidencia en este extremo de pensadores tan diversos, aportaremos la opinión de Fernando Savater: «La envidia es la virtud democrática por excelencia (...). Es en cierta medida origen de la propia democracia, y sirve para vigilar el correcto desempeño del sistema (...). Hay un importante componente de envidia vigilante que mantiene la igualdad y el funcionamiento democrático».
Si repasamos las citas anteriores, descubriremos que no solo afirman que la democracia sea incapaz de mitigar la envidia, sino también que la envidia da sentido (es 'refuerzo' de la democracia, según Russell; 'madre', según Unamuno; 'origen', según Savater) a la democracia; como si dijéramos que la envidia le brinda su alma a la democracia. Se trata, desde luego, de una reflexión desazonante; pero son muchos los pensadores que han llegado a la misma conclusión desde puntos de partida muy distintos, casi antípodas. Sa vater llama a la envidia, incluso, «virtud democrática»; pero todos tenemos una experiencia nítida e intransferible de la envidia (por padecerla, por despertarla o por ambas cosas), y sabemos que no es una virtud, del mismo modo que sabemos que lo que la envidia propicia no puede ser virtuoso. Por no emplear palabras con connotaciones morales, podríamos decir (y creo que es una expresión que los autores citados podrían aceptar por 'consenso') que la envidia es 'motor de democracia'.

Como sostiene Savater, la envidia mantiene a los gobernados vigilantes en una demanda constante de igualdad; pero la igualdad que les procura no es efectiva, como sagazmente observa Scheler. Y en una sociedad en que cualquiera tiene derecho a compararse con cualquiera y, sin embargo, no puede compararse de hecho, la envidia no hace sino proliferar como los conejos. Esta proliferación de la envidia la utilizan luego los demagogos, dividiendo a las masas en facciones contrapuestas, a las que llamarán 'privilegiados' y 'oprimidos', o 'retrógrados' y 'progresistas', o 'rojos' y 'azules', o 'negros' y 'blancos', o como les plazca. De este modo, todo el encono social que produce constatar que la igualdad prometida no es efectiva, en lugar de dirigirse contra los urdidores del engaño, se convierte en gresca que incendia el cuerpo social; y los demagogos pueden así apacentarlo, estableciendo alianzas entre quienes tienen envidias comunes para llevar acciones comunes contra los envidiados.

A la larga, una sociedad así se convierte en una junta de caníbales; pero, entretanto, los demagogos hacen su agosto. 

Tomado de: Envidia I  y Envidia II